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Papí..., ¿cuánto me amas?


Papí..., ¿cuánto me amas?
(Para reflexionar)

El día que mi Hija nació, en verdad no sentí gran 
alegría por que la decepción que sentía parecía ser 
más grande que el gran contecimiento que representa
tener una hija: ¡Yo quería un varón!

A los dos días de haber nacido, fui a buscar a mis
dos mujeres, una lucía pálida y agotada y la otra
radiante y dormilona.

En pocos meses me dejé cautivar por la sonrisita de
mi Carmencita y por la infinita inocencia de su mirada
fija y penetrante, fue entonces cuando empecé a amarla
con locura. Su carita, su sonrisita y su mirada no se
apartaban ni por un instante de mis pensamientos, todo
se lo quería comprar, la miraba en cada niño o niña,
hacía planes sobre planes, todo sería para mi Carmencita.

Este relato era contado a menudo por Randolf, el
padre de Carmencita y Yo también sentía gran afecto
por la niña que era la razón más grande para vivir de
Randolf, según decía el mismo.

Una tarde estaba mi familia y la de Randolf haciendo un picnic a la orilla de un río cerca de casa y la niña entabló una conversación con su papá, todos escuchábamos:
- Papi,... cuando cumpla quince años, ¿cuál será mi regalo?
- Pero mi amor, si apenas tienes diez añitos, ¿no te
parece que falta mucho para esa fecha?
- Bueno papito,... tu siempre dices que el tiempo pasa volando, aunque yo nunca lo he visto por aquí.
La conversación se extendía y todos participamos de
ella. Al caer el sol regresamos a nuestras casas.

Una mañana me encontré con Randolf enfrente del colegio donde estudiaba Carmencita quien ya tenía
catorce años. Randolf se veía muy contento y la
sonrisa no se apartaba de su rostro. Con gran orgullo
me mostraba las calificaciones de Carmencita, eran
notas impresionantes, ninguna bajaba de diez puntos y
los estímulos que les habían escrito sus profesores
eran realmente conmovedores. Felicité al dichoso papá.
Carmencita ocupaba toda la alegría de la casa, en la
mente y en el corazón de la familia, especialmente en
el de su papá.

Fue un domingo muy temprano cuando nos dirigíamos a
misa, cuando Carmencita tropezó con algo, eso creíamos
todos y dio un traspié. Su papá la agarró de inmediato
para que no cayera... Ya instalados en la iglesia,
vimos como Carmencita fue cayendo lentamente sobre el
banco y casi perdió el conocimiento.
La tomamos en brazos, mientras su papá buscaba un
taxi hacia el hospital.
Allí permaneció por diez días y fue entonces cuando
le informaron que su hija padecía una grave enfermedad
que afectaba seriamente su corazón, pero no era algo
definitivo, qué debía practicarle otras pruebas para
llegar a un diagnóstico firme.
Los días iban pasando, Randolf renunció a su trabajo
para dedicarse al cuidado de Carmencita, su madre quería hacerlo pero decidieron que ella trabajaría, pues sus ingresos eran superiores a los de él.

Una mañana Randolf se encontraba al lado de su hija,
cuando ella le preguntó:
- Voy a morir, ¿no es cierto? ¿Te lo dijeron los
doctores?
- No mi amor... no vas a morir, Dios que es tan
grande, no permitiría que pierda lo que más he amado
sobre este mundo, respondió el padre.
- ¿Van a algún lugar?
- ¿Pueden ver desde lo alto a su familia?
- ¿Sabes si pueden volver? preguntaba su Hija.
- Bueno hija,... en verdad nadie ha regresado de
allá a contar algo sobre eso, pero si yo muriera, no
te dejaría sola, estando en el más allá buscaría la
manera de comunicarme contigo, en última instancia
utilizaría el viento para venir a verte.
- ¿Al viento? ¿Y cómo lo harías?
- No tengo la menor idea hijita, solo sé que si
algún día muero, sentirás que estoy contigo, cuando un
suave viento roce tu cara y una brisa fresca bese tus
mejillas.
Ese mismo día por la tarde, llamaron a Randolf, el
asunto era grave, su hija estaba muriendo. Necesitaban
un corazón, pues el de ella no resistiría sino unos
quince o veinte días más: ¡UN CORAZÓN!
- ¿Dónde hallar un corazón?
- ¡Un corazón!
- ¿Dónde... Dios mío?

Ese mismo mes, Carmencita cumpliría sus quince años.
Y fue el viernes por la tarde cuando consiguieron un
donante, una esperanza iluminó los ojos de todos, las
cosas iban a cambiar.
El domingo por la tarde ya Carmencita estaba operada, todo salió como los médicos lo habían
planeado. ¡Éxito total! Sin embargo, Randolf todavía
no había vuelto por el hospital y Carmencita lo
extrañaba muchísimo. Su mamá le decía que ya todo
estaba muy bien y que su papito sería el que
trabajaría para sostener la familia.
Carmencita permaneció en el hospital por quince días
más, los médicos no habían querido dejarla ir hasta
que su corazón estuviera firme y fuerte y así lo
hicieron.

Al llegar a casa todos se sentaron en un enorme sofá
y su mamá con los ojos llenos de lágrimas le entregó
una carta de su padre:
"Carmencita, hijita de mi corazón: Al momento de leer mi carta, ya debes tener quince años y un corazón fuerte latiendo en tu pecho. Esa fue la promesa que me hicieron los médicos que te operaron. No puedes imaginarte ni remotamente cuánto lamento no estar a tu lado en este instante.
Cuando supe que ibas a morir, decidí dar respuesta a una pregunta que me hiciste cuando tenías diez añitos y a la cual no respondí. Decidí hacerte el regalo más hermoso que nadie jamás haría por mi hija... Te regalo mi vida entera sin condición alguna, para que hagas con ella lo que quieras.
- ¡¡Vive hija!! ¡¡Te amo con todo mi corazón!! "
Carmencita lloró todo el día y toda la noche. Al día
siguiente fue al cementerio y se sentó sobre la tumba
de su papá. Lloró como nadie lo ha hecho y susurró:
- "Papi... ahora puedo comprender cuanto me amabas.
Yo también te amaba y aunque nunca te lo dije, ahora
comprendo la importancia de decir "Te Amo" y te
pediría perdón por haber guardado silencio tantas
veces".
En ese instante las copas de los árboles se mecieron
suavemente, cayeron algunas hojas y florecillas, y una
suave brisa rozó las mejillas de Carmencita, alzó la
mirada al cielo, intentó secar las lagrimas de su 

rostro, se levantó y emprendió el regreso a su hogar.

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